viernes, octubre 06, 2017

CUAL CALZONCILLO, CARAJO - CUENTO.


Cuento publicado en la primera edición del primer periódico sobre la historia de Huarmey, edición del año 2016.


(Cuento de Heber Ocaña Granados)

Cual calzoncillo carajo¡¡¡… si solo tengo uno¡¡¡… fue lo que se escucho como un estruendo de terremoto, cuyo epicentro provenía del trastero de la casa. Fue el padre quién espeto esas palabras, desnudo y tiritando como pájaro herido bajo la intemperie de un verano descalabrado por los malos augurios que traía los huaycos en todo el país. Tenía una cara de malos amigos, en éste caso, con cara de mal padre. Era mi vecino de junto a mi casa.
Habían llegado de la playa de enfrente, de Salinas: él, los hijos, la esposa y el perro huesudo y lanudo, que andaba a media caña, por su vejez que se desbordaba por sus lagrimeos constantes y su geta colgada. El canino había sido el último en llegar a casa, con su cuerpo doblegado de cansancio y sed.
La pesca a cordel o “pintear”, -como se suele decir en mi tierra- había sido fructífera, más de lo que se había imaginado,  ya tenían para suplir el hambre de la noche y la mujer con cara de india esplendorosa, asistía a lavar las diez chitillas que el marido había cazado en su excursión marítima.
Los hijos… el más pequeñín, salía a correr a la calle por el portón de calamina, todo destartalada, a jugar con los amigos del barrio. La hija, de mediana estatura, alistaba la sartén con su aceite compuesto, para luego encender el fogón y dejar todo listo para que la madre con cara de india esplendorosa, tuviera todo preparado para empezar a freír los peces gordos de la noche.
El mayor, el más lento de los hijos… esperaba a que papá saliera de la ducha artesanal que se apostaba al aire libre, al fondo de la casa, colindante con las demás casas de los vecinos. Había alistado su ropa limpia las mismas que el sábado anterior se puso para salir a darse una “vuelta” por la calle o sentarse en la esquina, lugar de reunión de los vagos del barrio, de aquel entonces.
 La suerte de los hombres de mi tierra, es tener muy junto a casa al mar y asistir a ella en cuanto no se ha tenido suerte en la cosecha. Desde el mar, se suele cifrar muchas esperanzas, cubrir necesidades alimenticias, cuando arrecia descomunalmente el sinsabor de no tener ni un duro en los bolsillos o en la talega de lona que se guarda entre los cajones de cartón, donde se guardan las ropas de  toda la familia.  
El padre desde el fondo de la casa dio un grito… ya oscurecía. Aunque no hacía frío, pero quería salir ya de una vez por todas de la ducha artesanal y rustica, para que el hijo, entre y se duche, lo que consistía en coger un cacharro pequeño de plástico y un balde lleno de agua y humedecer el cuerpo, para luego jabonarse con el producto más casero de los barrios pobres: el Rexona o el Camay. 
El padre volvió a gritar, pero ésta vez, recurrió al nombre del hijo menor. Éste, ya no estaba en la casa, se había ido a la calle a jugar con los amigos. La madre, muy iracunda ella, salió disparada a las afueras de casa, en busca del hijo menor que papá estaba llamando. Mientras la hija, cuidaba a la chitilla que se estaba dorando en la sartén. Entre humo y humo de la húmeda leña, se iba preparando lo que sería el festín más austero y rico en proteínas de una familia común de mi tierra.
Tras un fuerte empujón precipitado, la puerta de calamina da un alarido de “sálvenme por favor”, y se oye nuevamente el grito de papá. Y esta vez, es el hijo menor quien contesta y el padre con cara enfurecida, fuera de sus casillas, casi desnudo en medio de la temprana oscuridad, resuelto de si, explota: alcánzame mi calzoncillo, carajo… y el hijo, dispuesto a colaborar con el padre, con voz infantil y de querer hacer lo más rápido para volver a la calle… le pregunta al padre: cual calzoncillo papá, cual calzoncillo…


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