Cuento publicado en la primera edición del primer periódico sobre la historia de Huarmey, edición del año 2016.
(Cuento de Heber Ocaña Granados)
Cual calzoncillo carajo¡¡¡… si solo tengo uno¡¡¡… fue lo que se escucho como un
estruendo de terremoto, cuyo epicentro provenía del trastero de la casa. Fue el
padre quién espeto esas palabras, desnudo y tiritando como pájaro herido bajo
la intemperie de un verano descalabrado por los malos augurios que traía los
huaycos en todo el país. Tenía una cara de malos amigos, en éste caso, con cara
de mal padre. Era mi vecino de junto a mi casa.
Habían llegado de la playa de
enfrente, de Salinas: él, los hijos, la esposa y el perro huesudo y lanudo, que
andaba a media caña, por su vejez que se desbordaba por sus lagrimeos
constantes y su geta colgada. El canino había sido el último en llegar a casa,
con su cuerpo doblegado de cansancio y sed.
La pesca a cordel o “pintear”,
-como se suele decir en mi tierra- había sido fructífera, más de lo que se
había imaginado, ya tenían para suplir
el hambre de la noche y la mujer con cara de india esplendorosa, asistía a
lavar las diez chitillas que el marido había cazado en su excursión marítima.
Los hijos… el más pequeñín, salía
a correr a la calle por el portón de calamina, todo destartalada, a jugar con
los amigos del barrio. La hija, de mediana estatura, alistaba la sartén con su
aceite compuesto, para luego encender el fogón y dejar todo listo para que la
madre con cara de india esplendorosa, tuviera todo preparado para empezar a
freír los peces gordos de la noche.
El mayor, el más lento de los
hijos… esperaba a que papá saliera de la ducha artesanal que se apostaba al
aire libre, al fondo de la casa, colindante con las demás casas de los vecinos.
Había alistado su ropa limpia las mismas que el sábado anterior se puso para
salir a darse una “vuelta” por la calle o sentarse en la esquina, lugar de
reunión de los vagos del barrio, de aquel entonces.
La suerte de los hombres de mi tierra, es
tener muy junto a casa al mar y asistir a ella en cuanto no se ha tenido suerte
en la cosecha. Desde el mar, se suele cifrar muchas esperanzas, cubrir
necesidades alimenticias, cuando arrecia descomunalmente el sinsabor de no
tener ni un duro en los bolsillos o en la talega de lona que se guarda entre
los cajones de cartón, donde se guardan las ropas de toda la familia.
El padre desde el fondo de la
casa dio un grito… ya oscurecía. Aunque no hacía frío, pero quería salir ya de
una vez por todas de la ducha artesanal y rustica, para que el hijo, entre y se
duche, lo que consistía en coger un cacharro pequeño de plástico y un balde
lleno de agua y humedecer el cuerpo, para luego jabonarse con el producto más
casero de los barrios pobres: el Rexona o el Camay.
El padre volvió a gritar, pero
ésta vez, recurrió al nombre del hijo menor. Éste, ya no estaba en la casa, se
había ido a la calle a jugar con los amigos. La madre, muy iracunda ella, salió
disparada a las afueras de casa, en busca del hijo menor que papá estaba
llamando. Mientras la hija, cuidaba a la chitilla que se estaba dorando en la
sartén. Entre humo y humo de la húmeda leña, se iba preparando lo que sería el
festín más austero y rico en proteínas de una familia común de mi tierra.
Tras un fuerte empujón
precipitado, la puerta de calamina da un alarido de “sálvenme por favor”, y se
oye nuevamente el grito de papá. Y esta vez, es el hijo menor quien contesta y
el padre con cara enfurecida, fuera de sus casillas, casi desnudo en medio de
la temprana oscuridad, resuelto de si, explota: alcánzame mi calzoncillo, carajo… y el hijo, dispuesto a colaborar
con el padre, con voz infantil y de querer hacer lo más rápido para volver a la
calle… le pregunta al padre: cual
calzoncillo papá, cual calzoncillo…
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