viernes, octubre 06, 2017

EL GATO Y LA GATA - CUENTO.



Cuento publicado en el primer periódico sobre la Historia de Huarmey, edición noviembre 2016.


(Cuento de Heber Ocaña Granados)

Como de costumbre, la abuela había ingresado a casa y lo había hecho por la puerta trasera, sin chistar ni hacer  ruido, ingresó encima de sus pasos lerdos y cansados, con su espalda arqueada y su escueta figura de campesina peruana, con vestido verde floreado y chompa de lana de alpaca del mismo color que hacia juego con su vestido, entró en silencio, que ni la perra de casa, la piadosa corbata había sentido el humor ni el olor a leña que siempre llevaba en sus vestidos la abuela.
-Buenos días Juancito, buenos días coñito- Se le escuchó decir, una vez ya dentro de casa, sorprendiendo con su saludo matinal al borde de una mañana llena de fragancia marina. La abuela había llegado trayendo su bondad, su manera dócil de vivir la vida. Su escueta figura de madre abnegada y su olor a leña y fogón.
La abuela Oñucha, padre y madre de sus hijos era una valerosa mujer que caminaba, -a sus más de 90 años- kilómetros para traer leña para su fogón, de ahí su pronunciado olor a leña y carbón, que dejaba como estela por los caminos que andaba. Y cómo me gustaba oler el borde de su vestido o cuando me cargaba y mi rostro reposaba en sus hombros respirando su olor hasta que se penetraba por mis narices y me hacía feliz. La vida era más natural aquellos tiempos, el amor de las abuelas no consistía en engreimientos absurdos, sino en largos y apretados abrazos y besos, que nos hacían felices de pies a cabeza.
La abuela había llegado a casa, había saludado, primero a su hijo y luego a la nuera. Luego vino hacia mí y me cargo dándome un beso en la mejilla y una palmada en el rostro besado. Así era la abuela con su peculiar forma de dar cariños a los nietos.
Se pusieron a parlar mis padres y la abuela no sé de qué cosas, probablemente de la pierna malherida de mi padre, del negocio de mamá Andrea en el mercado de abastos del pueblo o quizás del tío Lucho, el compañero de La Oñucha, que venía a ser el padrastro de mi padre y por ello le decíamos tío, en vez de abuelo.
Yo jugaba, los días eran menos dañinos que los de ahora, el sol menos intenso pero saludable. Las calles del barrio, asoladas por el silencio y el murmullo de los pajarillos y el tronar cadencioso del viento de la tarde, arrastrando polvo y mugre, se mantenían rusticas y con pocas almas en sus calles. Solo los viejos automóviles de servicio urbano pasaban de vez en cuando por la calle y se dejaba escuchar su claxon o el ruido estremecedor de sus viejos motores. 
Para la abuela, yo era su engreído, ahora no entiendo porqué me tomo tanto cariño, quizá haya sido por el parecido físico que tengo con mi padre, su hijo o porque yo era el nieto menor entre todos los nietos con quien compartía la familiaridad dentro del área territorial donde ella vivía.
Aquel día de su visita, la abuela había salido hacia el corral de la casa, por donde había entrado, se sentó en el pequeño poyo que mamá tenía donde descansaba sus veranos. Mientras yo seguía jugando con las viejas pilas Rayo-Vac ó Nathional, que colocados en una destartalada plancha hacían las veces de carga e iba de un lado para otro, dejando como huellas, aplanados caminos que me servían de carretera. La abuela miraba mi juego yo silbaba y murmuraba el pequeño verso que había aprendido del libro que sirvió a más de tres generaciones para su aprendizaje de lecto-escritura: Coquito. “El gato y la gata se van a cashal y no hachen la boda por no tenel pan” la abuela se impresiona, sus ojos se agrandan mirándome fijamente, fuego de azufre le salen por los ojos, su rostro arrugado se entumece, evita gritar para no caerse de espaldas,  dan un brinco del poyo donde estaba sentada y corre hacia mí en silencio y me da un jalón de orejas, estirándolos hacia arriba, habría sido tan fuerte el jalón que me eche llorar: cholo malcriado, cómo vas hablar esas cosas, eso no se habla, decía, mientras daba otro tirón a mi oreja derecha. Inocente de toda culpa, continúo llorando y corro hacia mi padre, que estaba más cerca de mí en ese momento y la abuela le dice, sacudiendo su falda con olor a leña y fogón y que yo había estado hablando malas palabras y cómo era posible que a mi edad hablase esas cosas. Y mi padre le pregunta que ha dicho, y la abuela le cuenta y repite el pequeño verso del libro de Coquito y mi padre suelta una risa y le dice, que lo que había dicho no eran malas palabras, sino que como todo niño no articula bien algunas palabra, en ese instante pude ver la cara de la abuela Oñucha, desmoronándose de pena, cayéndose para adentro y a la vez, caminando resueltamente hacía mi, para darme cariño y decirme que le disculpara y que ahora entendía que había querido decir: “el gato y la gata se van a casar y no hacen la boda por no tener pan”.


Escrito en Madrid, Agosto del 2008

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