Cuento publicado en el primer periódico sobre la Historia de Huarmey, edición noviembre 2016.
(Cuento
de Heber Ocaña Granados)
Como de
costumbre, la abuela había ingresado a casa y lo había hecho por la puerta
trasera, sin chistar ni hacer ruido,
ingresó encima de sus pasos lerdos y cansados, con su espalda arqueada y su
escueta figura de campesina peruana, con vestido verde floreado y chompa de
lana de alpaca del mismo color que hacia juego con su vestido, entró en
silencio, que ni la perra de casa, la piadosa corbata había sentido el humor ni
el olor a leña que siempre llevaba en sus vestidos la abuela.
-Buenos días
Juancito, buenos días coñito- Se le escuchó decir, una vez ya dentro de casa,
sorprendiendo con su saludo matinal al borde de una mañana llena de fragancia
marina. La abuela había llegado trayendo su bondad, su manera dócil de vivir la
vida. Su escueta figura de madre abnegada y su olor a leña y fogón.
La abuela
Oñucha, padre y madre de sus hijos era una valerosa mujer que caminaba, -a sus
más de 90 años- kilómetros para traer leña para su fogón, de ahí su pronunciado
olor a leña y carbón, que dejaba como estela por los caminos que andaba. Y cómo
me gustaba oler el borde de su vestido o cuando me cargaba y mi rostro reposaba
en sus hombros respirando su olor hasta que se penetraba por mis narices y me
hacía feliz. La vida era más natural aquellos tiempos, el amor de las abuelas
no consistía en engreimientos absurdos, sino en largos y apretados abrazos y
besos, que nos hacían felices de pies a cabeza.
La abuela
había llegado a casa, había saludado, primero a su hijo y luego a la nuera.
Luego vino hacia mí y me cargo dándome un beso en la mejilla y una palmada en
el rostro besado. Así era la abuela con su peculiar forma de dar cariños a los
nietos.
Se pusieron
a parlar mis padres y la abuela no sé de qué cosas, probablemente de la pierna
malherida de mi padre, del negocio de mamá Andrea en el mercado de abastos del
pueblo o quizás del tío Lucho, el compañero de La Oñucha, que venía a ser el
padrastro de mi padre y por ello le decíamos tío, en vez de abuelo.
Yo jugaba,
los días eran menos dañinos que los de ahora, el sol menos intenso pero
saludable. Las calles del barrio, asoladas por el silencio y el murmullo de los
pajarillos y el tronar cadencioso del viento de la tarde, arrastrando polvo y
mugre, se mantenían rusticas y con pocas almas en sus calles. Solo los viejos automóviles
de servicio urbano pasaban de vez en cuando por la calle y se dejaba escuchar
su claxon o el ruido estremecedor de sus viejos motores.
Para la
abuela, yo era su engreído, ahora no entiendo porqué me tomo tanto cariño,
quizá haya sido por el parecido físico que tengo con mi padre, su hijo o porque
yo era el nieto menor entre todos los nietos con quien compartía la
familiaridad dentro del área territorial donde ella vivía.
Aquel día de
su visita, la abuela había salido hacia el corral de la casa, por donde había
entrado, se sentó en el pequeño poyo que mamá tenía donde descansaba sus
veranos. Mientras yo seguía jugando con las viejas pilas Rayo-Vac ó Nathional,
que colocados en una destartalada plancha hacían las veces de carga e iba de un
lado para otro, dejando como huellas, aplanados caminos que me servían de
carretera. La abuela miraba mi juego yo silbaba y murmuraba el pequeño verso
que había aprendido del libro que sirvió a más de tres generaciones para su
aprendizaje de lecto-escritura: Coquito. “El
gato y la gata se van a cashal y no hachen la boda por no tenel pan” la
abuela se impresiona, sus ojos se agrandan mirándome fijamente, fuego de azufre
le salen por los ojos, su rostro arrugado se entumece, evita gritar para no
caerse de espaldas, dan un brinco del
poyo donde estaba sentada y corre hacia mí en silencio y me da un jalón de
orejas, estirándolos hacia arriba, habría sido tan fuerte el jalón que me eche
llorar: cholo malcriado, cómo vas hablar esas cosas, eso no se habla, decía,
mientras daba otro tirón a mi oreja derecha. Inocente de toda culpa, continúo
llorando y corro hacia mi padre, que estaba más cerca de mí en ese momento y la
abuela le dice, sacudiendo su falda con olor a leña y fogón y que yo había
estado hablando malas palabras y cómo era posible que a mi edad hablase esas
cosas. Y mi padre le pregunta que ha dicho, y la abuela le cuenta y repite el
pequeño verso del libro de Coquito y mi padre suelta una risa y le dice, que lo
que había dicho no eran malas palabras, sino que como todo niño no articula
bien algunas palabra, en ese instante pude ver la cara de la abuela Oñucha,
desmoronándose de pena, cayéndose para adentro y a la vez, caminando
resueltamente hacía mi, para darme cariño y decirme que le disculpara y que
ahora entendía que había querido decir: “el
gato y la gata se van a casar y no hacen la boda por no tener pan”.
Escrito en Madrid,
Agosto del 2008
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